En aquel tiempo, a propósito de algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo."
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Les digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.» (Lucas 18, 9-14).
1. Dos actitudes contrapuestas: la arrogancia del fariseo y la humildad del publicano
Para la secta religiosa de los fariseos (término proveniente del hebreo que significa separados, segregados e incontaminados) lo que justificaba o hacía válida la conducta humana ante Dios era no sólo el cumplimento de sus mandamientos, sino la práctica de unos ritos externos, por la cual ellos se creían justos y santos, despreciando a los publicanos o recaudadores públicos del tributo impuesto por el imperio romano, que además de colaborar con el dominio extranjero solían obtener ganancias en forma deshonesta.
La pretendida acción de gracias del fariseo es falsa, porque se atribuye a sí mismo todo el mérito de su conducta. Su arrogancia implica el desprecio de “los demás”, a quienes descalifica. El publicano, en cambio, quedándose atrás, postrado y con su cabeza inclinada, reconoce su propia condición realizando un acto de contrición sincero y humilde que es un ejemplo de oración para todos los tiempos: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador."
La conclusión de la parábola del fariseo y el publicano es contundente: no son quienes exhiben orgullosamente sus méritos, sino los que reconocen humildemente su necesidad de salvación, quienes resultan justificados, o sea reconocidos y aceptados por Dios. Es la misma idea de la primera lectura, tomada del Eclesiástico (35, 15b-17.20-22a) -también llamado Sirácida por ser su autor Yoshua Ben Sirac-, escrito hacia el año 190 A.C.:“la oración del humilde atraviesa las nubes”: y del Salmo 33 en uno de sus versos: “El Señor… levanta a las almas abatidas”.
2. Toda oración verdadera y válida supone una actitud humilde
Existen distintas modalidades de oración según el contenido de lo que expresamos:
- la oración de alabanza y agradecimiento a Dios como creador, salvador y santificador;
- la oración de ofrecimiento a Dios de lo que somos y tenemos;
- la oración de petición por uno mismo o por otras personas;
- la oración de arrepentimiento por los pecados con una actitud de conversión a Dios.
Todas estas modalidades fueron empleadas por Jesús -incluso la de arrepentimiento, no por pecados propios porque en Él no hubo pecado, pero sí por los de la humanidad, de la cual quiso Él como Hijo de Dios hacer parte, siendo verdadero hombre y cargando sobre sí el pecado del mundo-. Él mismo les enseñó a sus discípulos a orar, y en este sentido especialmente con el “Padre Nuestro”, en el cual podemos encontrar todas las formas de oración: la de alabanza, la de ofrecimiento y disponibilidad para que Dios reine en nuestra vida y sea cumplida su voluntad, la de petición, la de súplica del perdón unida a la disposición a perdonar Todas estas formas requieren de una actitud sin la cual ninguna oración es válida ante Dios: la actitud humilde de quien se reconoce necesitado de salvación.
María santísima, en quien tampoco hubo pecado, alaba a Dios en su canto conocido como el Magníficat y consignado en otro lugar por el mismo autor del Evangelio de hoy, porque derriba desus tronos a los poderosos y enaltece a los humildes (Lucas 1, 52). Es en otras palabras lo mismo que dice Jesús al final de la parábola del fariseo y el publicano: “todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”
3. Reconocer con humildad nuestra debilidad humana y la misericordia de Dios
En la liturgia eucarística hay varios momentos en los que pedimos perdón:
- Al comenzar, decimos el Yo confieso u otras fórmulas penitenciales seguidas por la invocación Señor ten piedad.
- Después, el himno que empieza con la frase Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor, conjuga la alabanza con la súplica de misericordia: Tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.
- Y finalmente el Padre nuestro, el Cordero de Dios y el Señor yo no soy digno son asimismo oraciones que expresan el reconocimiento de nuestra necesidad de la misericordia divina, no por sentimientos enfermizos de culpa que llevan a la autodestrucción, sino por la aceptación de nuestra necesidad de ser salvados por Dios.
En la segunda lectura, el apóstol Pablo, que había sido fariseo antes de su conversión, le expresa a su amigo y discípulo Timoteo (2 Tm 4, 6-8.16-18) la satisfacción que él siente por el deber cumplido en el desempeño de su misión y la esperanza en el premio que Dios le tiene preparado. Pero no con la jactancia arrogante del soberbio, sino con la humildad de quien reconoce que ha realizado las tareas encomendadas no exclusivamente por sus propias fuerzas, sino gracias a la misericordia y al poder del amor de Dios: el Señor me ayudó y me dio fuerzas; me libró, seguirá librándome de todo mal y me salvará.
Dispongamos nosotros nuestras mentes y nuestros corazones para orar y proceder siempre con una actitud humilde, reconociendo al mismo tiempo nuestra condición humana de pecadores necesitados de la gracia y de la misericordia de Dios.-
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