También descartamos personas que no tienen trabajo porque no son productivos para la sociedad o para nuestra familia.
A jóvenes que, de repente, no logran ese “éxito” que tanto se promueve hoy, que tiene que ver más con lo académico y lo económico.
Y también descartamos a un grupo de personas que tienen, como todas las demás, un valor incalculable: los ancianos.
¿Se han dado cuenta que hoy ni siquiera se usa la palabra anciano?
Le hemos puesto un montón de nombres: adulto mayor, tercera edad; nos da miedo decir que somos ancianos o que alguien es anciano, como si eso fuera algo peyorativo.
Sin embargo, ser anciano es una riqueza muy grande. Primero, porque tienen experiencia y como dice el Papa Francisco –y cito- : “A los abuelos que han recibido la bendición de ver a los hijos de sus hijos, se les ha confiado una gran tarea: transmitir la experiencia de la vida, la historia de una familia, de una comunidad, de un pueblo; compartir con sencillez una sabiduría y la misma fe, el legado más precioso”.
Si de verdad nosotros queremos luchar contra una cultura del descarte, no sólo nos tenemos que centrar en el aborto o en educar a nuestros hijos o en esforzarnos en ser productivos socialmente.
También tenemos que valorar a los ancianos y cuidarlos y quererlos, y saber valorar toda esa riqueza que ellos tienen y pueden aportar no solamente a nuestras vidas, sino a la de nuestros hijos.
Por eso, cada vez que nosotros pensemos: “oh, vivimos en una sociedad terrible, esto está mal, esto está pésimo”, pensemos cómo lo estamos haciendo en nuestra casa o con nosotros mismos. Y comencemos a valorar no solo al anciano que tenemos al lado, sino también comencemos a valorar cada arruga de nuestro rostro que va apareciendo.
Porque tarde o temprano y Dios quiera, todos vamos a llegar a esa etapa; y así como nosotros tratemos a los ancianos hoy, seremos tratados cuando lleguemos nosotros a esa edad.
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