El mismo día de la resurrección, “El primer día de la semana”, el primer saludo en el encuentro de Jesús con sus discípulos confundíos y atemorizado, tan sorprendente como pueda serlo, es: “Les traigo la paz!” Él los encuentra escondidos después de la muerte terrible de su Maestro. Qué más necesita una persona en momentos de tragedia y pérdida que la presencia de Jesús dándonos aquel corto saludo que significa “no tengas miedo, no te preocupes, relájate, deja tu ansiedad, no hay nada que temer”. Esto es lo que la palabra paz significa en una relación ordinaria, pero dicho por Cristo Resucitado su significado es mucho más que un deseo. Jesús está allí no solamente para decirles relájense, sino para darles el regalo de su presencia; yo estoy con ustedes y estaré siempre, confíen en mí.
Inmediatamente después de mostrarles a los discípulos con palabras y con gestos que él estaba vivo, Jesús les da el Espíritu Santo y el ministerio de perdonar pecados: “´Como el Padre me envió, así los envío yo´. Enseguida sopló sobre ellos y les dijo: ´Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados, y a quienes se los retengan, les quedan retenidos´”.
Jesús es nuestra resurrección y nuestra vida, y lo opuesto a esa vida es el pecado, el origen de la muerte; por consiguiente, después de restaurarnos la vida, Jesús nos da a la Iglesia el remedio para el pecado, el perdón. Los tres primeros dones que el Señor Resucitado nos da ese primer día de la semana son: su paz, su Santo Espíritu, y su perdón.
El apóstol Tomás no estaba con los otros cuando Jesús de repente llegó y les concedió el Espíritu Santo; por esto no pudo confiar en las buenas nuevas acerca de la resurrección de Jesús que los otros discípulos compartieron con él. Pero una semana después, cuando Jesús regresó, los ojos de la fe de Tomás se abrieron y él reconoció a Jesús como el centro de su vida. Nosotros no debemos negarnos a aceptar el testimonio de los demás. Lo que nos diga nuestra comunidad cristiana es importante, pero en nuestro proceso de fe y conversión, nada es tan importante como nuestro encuentro personal con el Señor.
Los Evangelios nos hablan de que a Tomás lo llamaban el mellizo. Pero no sabemos quién era su otro mellizo. Probablemente cada uno de nosotros sea el mellizo de Tomás, primero porque con frecuencia estamos cargados de dudas en nuestra fe como el apóstol lo estuvo, y segundo porque tenemos que aprender la extraordinaria profesión de fe que él hizo y reconocer a Jesús como “Señor mío y Dios mío”. En nuestra vida cotidiana somos una combinación de falta de fe, pero también de confianza. Ojalá nos decidamos a ser creyentes y a permanecer tan fieles apóstoles como lo fue Tomás.
Lo más importante es la confianza en el Señor, pero también confiar en otros miembros de nuestra comunidad de fe. La confianza es un regalo del Espíritu del Señor y debemos agradecer este don. Pero es también un don especial del Espíritu el perdón a los demás. El perdón es el don que Jesús nos da en su resurrección. No es saludable llevar una vida guardando rencores o alimentando malas memorias. Cuando nos deshagamos de estas cargas entonces viviremos la alegría y la libertad que el Señor Resucitado nos trae con su paz.
Una vez me contó una familia que su madre estaba gravemente enferma de cáncer. Los hijos junto con su padre oraron mucho por su sanación. Pero de hecho la madre empeoró y finalmente murió. A pesar de esta tragedia ellos sintieron que sus oraciones habían sido escuchadas por Dios, porque su madre había fallecido con mucha paz y ya estaba en las manos de Dios. Esta triste experiencia fortaleció la fe de la familia y los unió más. Tomás primero pidió una prueba: “Mientras no le vea en las manos la marca de los clavos, mientras no meta el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no creeré”. Pero cuando Jesús se le apareció fue suficiente, de hecho Tomás nunca puso sus manos en las llagas. No necesitó hacerlo.