En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: "No les queda vino." Jesús le contestó: "Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora." Su madre dijo a los sirvientes: "Hagan lo que él les diga." Había allí colocadas seis tinajas de piedra para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dijo: "Llenen las tinajas de agua." Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: "Saquen ahora y llévenselo al mayordomo." Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes si lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: "Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora." Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en Él. (Juan 2, 1-11).
En este segundo domingo del tiempo litúrgico llamado “ordinario” (el primero fue el pasado, en el cual se conmemoró el Bautismo de Jesús), el Evangelio nos presenta el relato de las Bodas de Caná. Meditemos sobre lo que significa para nosotros, teniendo en cuenta también las otras lecturas: Isaías 62, 1-5; Salmo 96 (95); 1 Corintios 12, 4-11.
1. Jesús realiza su primer milagro en una fiesta de bodas
Los cuatro Evangelios narran los comienzos de la vida pública de Jesús en Galilea, al norte de Israel. Habían transcurrido los treinta años de su vida oculta, de los cuales nos dan algunas referencias los Evangelios de Mateo y Lucas. Ahora, después de su bautismo en el río Jordán y de su retiro al desierto, Jesús empieza a manifestarse ante la gente de fuera de Nazaret, la aldea donde se había criado. Mateo, Marcos y Lucas nos lo muestran iniciando su actividad pública con un recorrido por las distintas poblaciones de Galilea, teniendo como centro a Cafarnaúm, una ciudad situada junto al lago de Genesaret o Tiberíades, también llamado por su tamaño “Mar de Galilea”, en donde trabajaban como pescadores varios de quienes fueron sus primeros discípulos. Lucas, por su parte, cuenta además la presentación que Jesús hizo de sí mismo ante sus coterráneos. Y el Evangelio de Juan, en el texto escogido para este domingo, nos relata su primer milagro en el pequeño pueblo de Caná, cerca de Nazaret, en una fiesta de bodas.
La imagen de las bodas y el amor conyugal había sido empleada por los profetas del Antiguo Testamento para expresar la alianza entre Dios y el pueblo de Israel. La primera lectura, del profeta Isaías, se refiere así a este símbolo: “Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”. Unos cinco siglos y medio después de esta profecía, el mismo Dios que al hacerse hombre en Jesús había querido ser miembro de una familia humana, santifica con su presencia y su acción transformadora la unión de una pareja que celebra sus bodas.
2. La madre de Jesús (…) dijo a los que servían: “Hagan lo que él les diga”
El relato del Evangelio de este domingo destaca la presencia de la madre y de los primeros discípulos de Jesús, que habían sido invitados a la fiesta. Detengámonos un poco en el hecho de la presencia de María santísima, gracias a cuya intercesión Jesús realizó su primer milagro -según el relato del apóstol san Juan, testigo del episodio que él mismo nos cuenta-. María, atenta a todos los detalles, no sólo como corresponde a su condición femenina, sino además dada la amistad que seguramente la une con las familias de los nuevos esposos, se da cuenta de un problema que podría empañar la alegría de la celebración: el vino se ha acabado. Tengamos en cuenta que, junto con el pan, el vino formaba parte imprescindible de las cenas judías, pero además su importancia era esencial en las fiestas, particularmente en las de los esponsales.
En forma sencilla y directa, María le comenta a Jesús el problema. Seguramente no le fue fácil comprender la respuesta que recibió de su hijo, como tampoco entender otras experiencias de su relación maternal con Jesús, y que sin embargo, como cuenta otro evangelista -san Lucas-, ella conservaba y meditaba en su corazón. Pero no se desanimó y siguió adelante con su propósito de solicitar la acción transformadora de Jesús: “Hagan lo que él les diga”. Esta frase de María, dirigida a los sirvientes de la fiesta, podemos también considerarla como dicha a nosotros. María intercede ante Jesús para que él obre en nuestras vidas las transformaciones que necesitamos, pero la realización de éstas supone y exige ante todo que estemos atentos a escuchar y dispuestos a poner en práctica lo que Él nos quiere decir para indicarnos cuál es su voluntad.
3. Manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él
El Evangelio según san Juan llama “signos” a los milagros de Jesús. Y eso es precisamente lo que son: señales de que Él revela el poder de Dios Creador y, por lo mismo, de que en Él se hace presente la acción transformadora del Espíritu Santo para realizar una nueva creación, simbolizada en el cambio del agua en vino. Y así como los primeros discípulos que fueron testigos de las maravillas obradas por Jesús creyeron en Él, también nosotros somos invitados a experienciar su acción transformadora y renovar nuestra fe en Jesús como el salvador que puede transformar nuestras vidas si dejamos que su Espíritu actúe en nosotros. Él está dispuesto, también mediante la intercesión de María, a cambiar nuestra vida insípida en una vida plena de fe, esperanza y amor, de modo que, como dice el apóstol san Pablo en la segunda lectura, en cada uno de nosotros se manifieste el Espíritu para el bien común.
Al celebrar la Eucaristía, tomemos conciencia de la presencia de Jesús que nos manifiesta personalmente el poder creador de Dios, teniendo en cuenta que María, la Madre de Dios hecho hombre, está siempre dispuesta a interceder para que Él obre en nosotros, pecadores, los cambios conducentes al logro de nuestra felicidad eterna, que puede empezar desde esta vida presente (ahora y en la hora de nuestra muerte) si dejamos que su Espíritu nos transforme haciendo lo que él nos diga.