Juan 3:16-18
16 Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
17 Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
18 El que creee en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios.
Hoy el Evangelio nos invita a meditar sobre el mandamiento nuevo que Jesús les dio a sus primeros discípulos, y a través de ellos a todas las personas que íbamos a creer en Él. Profundicemos en su significado, para que este mandamiento vaya calando cada vez más profundamente en nuestra vida.
1. “Les doy un mandamiento nuevo”
En primer lugar, Jesús habla de un mandamiento. Pero ¿puede el amor ser objeto de un mandato? ¿No es más bien la consecuencia obvia del reconocimiento del amor recibido? Sin embargo, Jesús dice que es un mandamiento. ¿Por qué?
La razón podemos encontrarla en su contenido. Jesús no dice “ámenme a mí”, sino ámense los unos a los otros. Muchos han expresado antes y después de Cristo la llamada regla de oro de las relaciones humanas: “nunca obres con los demás lo que no quieras que obren contigo” Confucio); “no hagas a los demás lo que no es bueno para ti” (libro hindú Mahabarata); “¿cómo puedo imponer a los demás un estado que no resulta agradable ni placentero para mí?” (Buda); “lo que sea bueno para mí, eso mismo debería juzgarlo para todos” (Zoroastro); "lo que no desees para ti, no lo hagas con los demás" (Biblia, libro de Tobías 4, 5) “no obres con los demás aquello que no desees que obren contigo" (Judaismo: Talmud); “Ay de los que escatiman, esos que, cuando se miden con la gente, dan la medida completa, más cuando miden o pesan para ellos, la soslayan.” (Corán 83:1-3).
Jesús, además de formularla en positivo –“todo cuanto quieran que les hagan los hombres háganlo con ellos” (Mateo 7, 12; Lucas 6, 31), lo cual equivale a decir “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19, 18)–, le da un nuevo sentido a esta norma ética: al decir “ámense los unos a los otros como yo los he amado” indica como modelo referente no sólo el amor de cada cual a sí mismo, sino el ejemplo dado por Él en la cruz con la entrega de su propia vida: “los amó hasta el extremo”, dice el mismo apóstol en su Evangelio al iniciar el relato de la pasión de Jesús. (Juan 13,1). Y eso es precisamente lo “nuevo” de este mandamiento: amarnos los otros no sólo como cada cual se ama a sí mismo o a sí misma, sino como Dios mismo nos ha mostrado en Jesús que nos ama.
2. “Así como yo los amo a ustedes, así deben amarse ustedes los unos a los otros”
Hemos indicado anteriormente que Jesús no dice ámenme a mí, sino ámense los unos a los otros. Esto quiere decir que el amor, la más importante de las tres virtudes llamadas teologales -fe esperanza y amor-, en el nuevo sentido que le ha dado Jesús tiene como referente inmediato al prójimo, precisamente porque es amando al prójimo como podemos mostrar nuestro amor a Dios, pues como dice otro texto procedente del mismo apóstol Juan, “si alguno dice ‘Yo amo a Dios’ y aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no ama a su hermano, al que ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve” (1ª Juan 4, 20).
Ahora bien, Jesús se presenta a sí mismo como el modelo de este amor: “como yo los he amado”. Se trata del amor compasivo que canta el salmo responsorial -El Señor es tierno y compasivo, es paciente y todo amor [Salmo 145 (144)]-. Ante esta muestra de su amor, ¿cómo estamos nosotros respondiendo? Siempre tendremos que reconocer que aún nos falta mucho para identificarnos con el amor de Dios manifestado en Jesús, y por eso sigue vigente lo que en la primera lectura (Hechos de los Apóstoles 14, 21b-27), se nos cuenta que decían los apóstoles Pablo y Bernabé: que para entrar en el Reino de Dios hay que sufrir muchas aflicciones”, es decir, hay que solidarizarse compasivamente con todos los seres humanos, en especial con los que sufren.
3. “Si se aman los unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta de que son discípulos míos”
La comunidad cristiana que empezó a formarse en Jerusalén a partir de la resurrección de Jesús se distinguió por el amor que se tenían los unos a los otros. Esta era y sigue siendo la forma más eficaz de proclamar la Buena Nueva de Jesús resucitado, consistente en el anuncio de lo que nos indica la segunda lectura de este domingo: un cielo nuevo y una tierra nueva, simbolizados en la imagen de la nueva Jerusalén descrita en el Apocalipsis (21, 1-5a) de acuerdo con lo que significa idealmente el nombre Jeru-salem: lugar de paz.
Vean cómo se aman, escribió Tertuliano -a fines del siglo II después de Cristo- que exclamaba la gente ante el testimonio vivo de la forma en que se trataban unos a otros los creyentes en Cristo. ¿Podríamos decir nosotros lo mismo hoy de nuestra Iglesia, en la que a menudo encontramos odios, envidias, intrigas, rencores, abusos y manifestaciones de violencia o de indiferencia ante la miseria y el dolor de los demás?
La Palabra de Dios nos invita hoy a preguntarnos qué hemos hecho, qué estamos haciendo y qué debemos hacer para cumplir a cabalidad el mandamiento nuevo del amor que nos dejó Jesús como su última voluntad antes de su muerte en la cruz, y que nos repite hoy desde su vida resucitada y gloriosa. Pidámosle a Él que nos envíe su Espíritu Santo, que es Espíritu de Amor, para que estemos siempre dispuestos a amar a nuestros prójimos como Dios mismo nos manifestó en Jesucristo que nos ama: Hasta las últimas consecuencias.
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