En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - «Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que les dé otro defensor, que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, lo conocen porque vive en ustedes y está con ustedes. No los dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero ustedes me verán y vivirán, porque yo sigo viviendo.
Entonces sabrán que yo estoy con mi Padre, y ustedes conmigo y yo con ustedes. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.» (Juan 14, 15-21).
Las lecturas bíblicas de hoy [Hechos de los Apóstoles 8, 5-8.14-17; Sal 66 (65), 1ª Pedro 3, 15-18¸ Juan 14, 15-21] nos invitan a prepararnos para las fiestas de los próximos dos domingos que cierran el tiempo pascual: el de la Ascensión y el de Pentecostés. Meditemos sobre lo que en estas lecturas nos dice la Palabra de Dios, aplicándola a nuestra vida.
1. “Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos”
Cuando Jesús alude a los que Él llama “mis mandamientos”, está hablando como el mismo Dios que no sólo les dio a los israelitas el llamado “decálogo” hace unos 32 siglos con el lenguaje de la cultura hebrea de entonces (Ex 20, 1-17), sino que desde mucho antes había impreso interiormente su Ley en las conciencias de los seres humanos de todas las culturas, en lo que constituye su esencia: hacer el bien y evitar el mal, y que fue especificándose en la llamada “regla de oro” de las relaciones humanas: primero en su formulación negativa -“no les hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”- luego en la positiva –“trata a los demás como quieres que ellos te traten a ti”.
La exhortación de Jesús a guardar sus mandamientos -que son los mismos de Dios porque, como acababa de decirle al apóstol Felipe, “quien me ve a mí ve al Padre” (Juan 14, 9)-, forma parte del testamento de Jesús en la cena de despedida en la que nos dejó el “mandamiento nuevo” de amarnos unos a otros como Él mismo nos ha amado (Juan 13, 34; 15,12.17).
Lo que también nos dice la primera carta de san Juan: “No amemos con puras palabras o de labios para afuera, sino de verdad y con hechos” (1 Juan 3, 18), corresponde a lo que Jesús les había dicho a sus discípulos en la última cena: “Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos”. Cerca de 15 siglos después, san Ignacio de Loyola escribiría en sus Ejercicios Espirituales: “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras” [EE 230], lo cual equivale a su vez al conocido refrán que dice: “obras son amores, que no buenas razones”.
No faltan quienes ni siquiera tienen una palabra de cariño para los demás. Pero, aun si decimos que amamos, mostrarlo en la práctica resulta cuesta arriba cuando tenemos que renunciar a nuestro egoísmo y a nuestra comodidad. Por eso tenemos que pedirle constantemente al Señor que nos dé su Espíritu, que es “el Espíritu de la Verdad” el que dijo Jesús en el Evangelio que le pediría a Dios Padre para sus discípulos-, para que haya coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos.
2. “Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”
La primera lectura de este domingo nos muestra a los apóstoles Pedro y Juan orando por los creyentes en Jesucristo resucitado que habían sido bautizados en su nombre, pero todavía “no habían recibido el Espíritu Santo”, e imponiéndoles luego las manos para que lo recibieran. Esto quiere decir que habían recibido el sacramento del Bautismo, pero les faltaba el de la Confirmación, que para cada cristiano o creyente en Cristo equivale a la actualización del acontecimiento de Pentecostés en su propia vida.
Teniendo esto en cuenta, preguntémonos cómo estamos viviendo nuestra Confirmación, y preparémonos interiormente para celebrar dentro de dos semanas la gran fiesta de Pentecostés, en la cual se actualiza para cada uno de los confirmados en la fe cristiana la misma comunicación del Espíritu Santo que les hizo posible a los primeros discípulos de Jesús, y nos hace también posible a nosotros, si lo dejamos actuar en nuestra existencia concreta, el cumplimiento cabal del compromiso que significa creer en Él y proclamar su resurrección dando testimonio de esta fe con nuestras obras.
3. “Estén siempre prontos para dar razón de su esperanza”
Esta exhortación de la 1ª Carta de san Pedro constituye una invitación a dar testimonio de que nuestra fe no es irracional, sino razonable. En efecto, la fe en Jesucristo resucitado no se opone a la razón, y por lo mismo el hecho de creer en Él no implica actitudes ni conductas fanáticas. No es con sentimentalismos ni con fenómenos espectaculares como se da razón de la esperanza que nos da la fe en Jesucristo, sino con la coherencia entre lo que afirmamos que creemos y lo que hacemos, es decir, con la honestidad y la rectitud de nuestro comportamiento: un comportamiento orientado a la comprensión, a la tolerancia, a la compasión y misericordia, a la reconciliación y construcción de la paz en nuestras relaciones cotidianas con los demás.
Una de las formas de dar razón de nuestra esperanza es asumir con paciencia, sin devolver mal por mal, las dificultades que nos pueden sobrevenir a consecuencia del cumplimiento de nuestro deber de creyentes, como les sucedió a los primeros cristianos, que tuvieron que padecer la persecución por dar testimonio de su fe. Ellos padecieron la incomprensión siguiendo el ejemplo de Jesús, y también nosotros tenemos que estar dispuestos a afrontar todo lo que implica dar testimonio de nuestra fe. Ahora bien, pensemos cuánto sufren a la larga quienes se pasan la vida engañando, envidiando, haciendo daño, alimentando odios, desarrollando rencores, maquinando venganzas. A este respecto son significativas las palabras de la primera carta de Pedro en la segunda lectura de hoy: “Es mejor sufrir por hacer el bien, si tal es la voluntad de Dios, que por hacer el mal…” (1ª Pedro 3, 17).
Pidámosle pues al Señor resucitado que nos dé la fuerza de su Espíritu Santo para demostrar con nuestras obras la fe que proclamamos con nuestras palabras, y así dar razón de nuestra esperanza.
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